Las Revueltas en el Mundo Árabe: ¿El fin del Paradigma del Choque de Civilizaciones?

La idea del fin de la historia fue postulada en una cuestionable clave Hegeliana por Francis Fukuyama (1952), en un libro publicado en 1992 “The End of History and the Last Man”, en el cual sostenía que la verdadera conciliación de la historia la había logrado el capitalismo estructurado por los valores liberales. No es posible entender este postulado a menos que se lo piense desde la interpretación de Hegel que hace Fukuyama. En este sentido, Fukuyama no está afirmando el fin de los eventos, del mero discurrir de los hechos que desde el punto de vista del idealismo dialéctico llamaríamos la “realität”, sino que lo que se agota desde esta perspectiva es la postulación de una negatividad dialéctica propia de la historia profunda, la que en los términos de G.W.F.Hegel (1770-1831) llamaríamos “wirklichkeit”. El fin de la historia no es entendido como el fin de los acontecimientos, conmociones o guerras sino más bien en el sentido en que la historia se convierte en mero despliegue de una realidad plena de acontecimientos pero que no impugnan ni niegan la consagración definitiva de la idea del capitalismo liberal. En este esquema Fukuyama entiende que hay un fin de la historia por la imposibilidad del surgimiento de una negatividad dialéctica propia de la “wirklichkeit” o sea de la historia profunda determinante del concepto. A muchos intelectuales y centros de poder vinculados orgánicamente al imperialismo norteamericano, la tesis de Fukuyama los complacía y les era muy funcional en tanto ubicaba al comunismo en un plano de mera “realität”, o sea como una contingencia de la historia moderna, y por este medio pretendían invalidar teóricamente las inferencias de K.Marx (1818-1883) acerca de la negación dialéctica revolucionaria que enfrentaba necesariamente el capitalismo. Sin embargo si bien por un lado se sentían victoriosos ante la caída del muro y del socialismo real, lo cual podían conceptualizar como la demostración de que el comunismo no era más que un episodio, apenas una pasajera contingencia de la historia, pero por otro lado atentos al entramado ideológico de estructuración de la plutocracia norteamericana, comprendían la necesidad de reformular una visión de la historia que se proyectara hacia el futuro y cargara de significación al obrar político. Curiosamente la caída del modelo comunista los dejaba en una orfandad que demandaba al sistema ideológico, la construcción de una nueva alteridad antagónica, acorde con un esquema que respondiera a ciertas tendencias maniqueas, arraigadas profundamente en las raíces calvinistas y puritanas que son constitutivas de cierto ideario de la sociedad norteamericana. Algunos intelectuales orgánicos postularon al paradigma del choque civilizatorio como aquel que sería capaz de articular los objetivos políticos y militares imperiales con los intereses de los grandes grupos capitalistas. Esta estructura de poder fue analizada hace ya dos generaciones por Robert Merton (1910-2003) al que probablemente habría que reforzar conceptualmente en la actualidad con una potenciación del rol integrador y articulador que cumplen las corporaciones mediáticas. Entendieron los representantes de esta “nueva derecha” que este paradigma del choque de civilizaciones podría articular los diversos intereses de la plutocracia norteamericana, consolidando un esquema interpretativo capaz de reemplazar al de la guerra fría. Uno de esos intelectuales fue Samuel P. Huntington (1927-2008) quién publico en 1996 “The clash of civilizations and the remaking of world order”, con la aspiración de ofrecer un nuevo paradigma y a su vez una interpretación global tras la guerra fría. Enmarca su propuesta en la idea de que no puede haber verdaderos amigos sin que existan verdaderos enemigos y entiende que en el mundo posterior al de la guerra fría son las identidades civilizatorias las que marcarán las pautas de antinomias. Específicamente Huntington considera que la supervivencia de Occidente depende de que los estadounidenses reafirmen su identidad occidental y que el resto de los occidentales (europeos, canadienses, australianos etc.) acepten su civilización como única pero no universal, uniéndose para renovarla y preservarla. Huntington defendía la idea de que las diferencias determinantes entre pueblos ya no serían ideológicas o económicas sino más bien culturales. La política sería ahora a su entender, una forma de afirmación de identidad por medio de lo que llama la política de la etnicidad, lo cual deviene en el concepto de choque de civilizaciones como el paradigma que esta derecha imperial norteamericana propuso como ideología articuladora de la acción. En un postulado que probablemente sea uno de los más endebles de su esquema teórico, construye un concepto de un mundo civilizatorio musulmán, determinado por su religión: el Islam. Este criterio conceptual para poder acotar y determinar una civilización, Huntington no lo mantiene por ejemplo en la identificación de una civilización que llama occidental, la cual no es definida a partir de su religión. Tampoco mantiene el criterio con el caso de una civilización japonesa donde adopta el nombre de un país y es muy notable como manipula el concepto en relación con una civilización africana en donde la define por su ubicación geográfica continental. Semejante falta de criterio sistemático e incapacidad de definir lo que entiende por civilización (a pesar del uso que hace de A. Toynbee) no es sin embargo un obstáculo y acaso sea una ventaja para su instrumentalización pragmática y flexible por parte del poder plutocrático norteamericano a través de los medios oligopólicos de comunicación. Tanto la crisis de hegemonía imperial de EEUU a la que estamos asistiendo en el siglo XXI, como la crisis de los sectores dominantes locales en el mundo árabe, que se ha hecho tan visible en 2010 y 2011 ya sea tanto para sus versiones monárquicas-feudales como también para las laicas-autoritarias y también allí donde la influencia religiosa tiende a coaccionar a la diversidad de la sociedad civil, abren la posibilidad de repensar esta matriz ideológica desarrollada desde los EEUU en los últimos veinte años. Indudablemente a la hora de considerar razones y desencadenantes de las revueltas populares en el Mágreb y en el Máshreq, debemos mencionar el aumento del precio de los alimentos, las políticas de ajuste neoliberal, la desregulación que prácticamente todos los gobiernos ejecutaban, el insostenible autoritarismo y corrupción venal, el nepotismo prebendario con poderes anacrónicamente hereditarios o dominados por unas pocas familias, con muy limitadas expresiones democráticas y con férreos controles estatales de la vida civil. Las revueltas sobre todo en este año 2011 han ganado una visibilidad mediática y comunicacional que repentinamente abren la posibilidad a un conocimiento que habilita a las audiencias occidentales a una mayor empatía. Esta visibilidad está rompiendo con los estereotipos construidos por occidente sobre los árabes musulmanes presentados durante años como si fueran una aterradora masa de fanáticos terroristas fundamentalistas. Tenemos la oportunidad de quebrar la visión impuesta de una alteridad radicalmente enemiga de los valores de la libertad y de toda forma de vida política democrática. Conocerlos aunque sea sesgadamente por los medios de comunicación y las redes sociales desde sus vulnerabilidades, nos permite tal como invitaba el filósofo argentino Enrique Dussel (1934), a pensarlos como víctimas vivientes con exigencias incumplidas, los coloca en una situación de comprensión e incluso de cierta afinidad. Súbitamente lo que era extrañeza radical y temor visceral se convierte en una posibilidad de reconocimiento y empatía que trastoca la construcción imperial del choque de civilizaciones. ALTERIDAD Y CONSTRUCCIÓN DEL ANTAGONISTA A partir de las imágenes difundidas de las revueltas en la mayoría de los países tanto del Mágreb como del Máshreq, ha habido un impacto en los espectadores y analistas al ver alterado el estereotipo iconográfico que se había construido en occidente de los árabes. Los antiguamente dóciles, supinos impenitentes, colonialmente serviles árabes dibujados por los europeos en el siglo XIX, luego en décadas más recientes fueron reconvertidos en feroces, homogéneos, unidimensionales fundamentalistas y temerarios terroristas. Por su gran visibilidad se transformaron muy repentinamente ante las cámaras de televisión y las redes sociales en los luchadores por la dignidad y libertad que occidente suele considerar como su patrimonio exclusivo. Enarbolan las banderas de la democracia, de los derechos civiles, de la libertad política y sin embargo, contradiciendo la imagen impuesta, son de heterogénea identidad musulmana. Si hacemos un poco de historia recordaremos que al momento de formarse La Liga de los Estados Árabes como una organización regional en 1945, tenía como objetivo apoyar la lucha por la independencia, preservar su patrimonio cultural, afianzar las relaciones entre los países árabes y su defensa, para luchar contra el colonialismo, apoyados en el movimiento de países no alineados. La elaboración del estatuto en 1944 y luego el protocolo de Alejandría expresaba la voluntad de conformar una liga, lo que se logró en 1945 en El Cairo con la participación de Arabia Saudita, Egipto, Irak, Líbano, Siria, Transjordania y Yemen impulsando la idea de que el colonialismo solo podía ser superado por el panarabismo y la conformación política de una alianza. Esa larga lucha anticolonial tenía claramente un componente identitario basado no en la religión musulmana sino en la pertenecía a una etnia común conocida como árabe. Reconociendo matices lingüísticos, culturales y aún religiosos podían sin embargo establecer una afinidad suficiente que les permitía concebir desde una base étnica una posible elaboración de una praxis política común, en la cual lo religioso era solo una dimensión, facilitando la construcción de un poder ampliado para la difícil confrontación con occidente. Desde ese momento en la posguerra, con una unidad facilitada por una dimensión étnica y política, hasta la última década del siglo XX, la determinación por occidente del juego de amigo enemigo en la relación con los países árabes, estaba enmarcada en la lógica de la guerra fría. Pero a partir del derrumbe del modelo soviético, occidente resignifica a los árabes utilizando viejos esquemas etnocéntricos que E.Said (1935) analiza bajo la categoría de orientalismo. La construcción del terrorista como lógica dominante del pensar árabe se logra en el marco de una elaboración del concepto de “orientalismo” que es una forma en que los occidentales conciben y se relacionan con una alteridad, aunque sea una condición unificadora expresamente rechazada por los denotados en dicho concepto. El mismo S. Huntington debe admitir que la unidad de lo que no es Occidente y la dicotomía Oriente-Occidente es una elaboración de estos últimos, agrego que a mi entender esa construcción es producto de lógicas colonialistas funcionales al imperialismo norteamericano del siglo XX. La vergonzosa elaboración posterior de la categoría de terrorista como aplicable a todo musulmán por su mera condición religiosa, como si fuera una marca antropológica constitutiva, implica despojar convenientemente de racionalidad y consiguientemente de humanidad a esa alteridad impugnada. Al ser despojados en este ideario occidental de humanidad, a esos seres humanos el poder imperial los puede invadir, matar, torturar, secuestrar, bombardear a quienes no son denominados como seres humanos sino como terroristas. Este abominable proceder convierte a los árabes en peligrosos actores constitutivamente irracionales y antagónicos, despojados por este paradigma civilizatorio de los atributos esenciales de la condición humana. En esos supuestos de fosilización antropológica S. Huntington entiende que la historia de la humanidad ya no es la historia de las luchas de clases sino la historia de las civilizaciones como entidades culturales irremediablemente enfrentadas. Emmanuel Lévinas (1906-1995) había hecho notar con acierto que la pretensión de completa inteligibilidad de la alteridad, podía tentarnos a creer que ello implicaría la solución de los conflictos. Sin duda es una esperanza algo cándida la de creer que el mero conocimiento de la alteridad pueda de por sí, ser una instancia de solución definitiva de los conflictos, en la que lo mismo y lo otro se resuelven. Esta ingenuidad humanista tiene el enorme riesgo de requerir la reducción o la simple conversión del otro en lo mismo, mediante la subordinación de lo otro a lo mismo. No se trata de solo ver lo que nos acerca o nos emparenta, ignorando lo que nos diferencia, pues ello implica una peligrosa simplificación capaz de convertir el esfuerzo de conocer al otro en inconducente. El ser para el otro, es según Lévinas, un momento ético de respeto por la alteridad, de apertura hacia los otros en perspectiva diacrónica. Ante el giro de los acontecimientos políticos en los países árabes, parece el momento oportuno para profundizar el esfuerzo por derribar el paradigma de Huntington, demandando entre otras cosas el respeto a la alteridad, lo cual implica sin embargo cierta forma de aceptación de la diferencia, pero ello no significa asumir lo que nos diferencia, como lo determinante y además como radicalmente antagónico. En forma sorpresiva los levantamientos en 2011 visualizados en los medios de comunicación y redes sociales posibilitan un cuestionamiento al estereotipo de alteridad antagónica. Es un hecho notable y personalmente sospecho que no es casual, que en medio de esa posible reconsideración, la administración de Barack Obama decida asesinar, violando la soberanía territorial de Pakistán y todos los principios de legalidad y defensa en juicio que occidente dice defender, así como los más elementales derechos humanos, a quien identifica como líder del movimiento fundamentalista Al Qaeda, justamente el icono más representativo de esa imagen de alteridad antagónica, intentando por este medio criminal recentrar el concepto del terrorista como marca de identidad árabe. De ninguna manera adherimos a las ideas implícitas en el discurso “terrorista” de que no hay víctimas inocentes, ni a la reducción que suelen hacer estos grupos, de la política al ejercicio de la violencia por parte de pequeñas vanguardias. Nosotros en Iniciativa pretendemos ser parte de un movimiento popular y democrático y desde esta concepción de la política es desde donde ponderamos los hechos. No podemos dejar de notar el carácter especular que ha tenido la acción del imperialismo norteamericano al enfrentar a esos enemigos, pues han avasallado todos los valores que occidente dice defender. El imperialismo está muy cómodo con la categoría del enemigo terrorista como alteridad antagónica, pues es un ideario estructurante de sus lógicas políticas y económicas imperiales, por lo que debemos dar una batalla conceptual para intentar capitalizar este momento a favor de la abolición del paradigma del choque civilizatorio en pos del desarrollo de valores más democráticos y populares respetuosos de la alteridad y de los derechos humanos.

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Las Revueltas en el Mundo Árabe: ¿El fin del Paradigma del Choque de Civilizaciones?

La idea del fin de la historia fue postulada en una cuestionable clave Hegeliana por Francis Fukuyama (1952), en un libro publicado en 1992 “The End of History and the Last Man”, en el cual sostenía que la verdadera conciliación de la historia la había logrado el capitalismo estructurado por los valores liberales. No es posible entender este postulado a menos que se lo piense desde la interpretación de Hegel que hace Fukuyama. En este sentido, Fukuyama no está afirmando el fin de los eventos, del mero discurrir de los hechos que desde el punto de vista del idealismo dialéctico llamaríamos la “realität”, sino que lo que se agota desde esta perspectiva es la postulación de una negatividad dialéctica propia de la historia profunda, la que en los términos de G.W.F.Hegel (1770-1831) llamaríamos “wirklichkeit”. El fin de la historia no es entendido como el fin de los acontecimientos, conmociones o guerras sino más bien en el sentido en que la historia se convierte en mero despliegue de una realidad plena de acontecimientos pero que no impugnan ni niegan la consagración definitiva de la idea del capitalismo liberal. En este esquema Fukuyama entiende que hay un fin de la historia por la imposibilidad del surgimiento de una negatividad dialéctica propia de la “wirklichkeit” o sea de la historia profunda determinante del concepto. A muchos intelectuales y centros de poder vinculados orgánicamente al imperialismo norteamericano, la tesis de Fukuyama los complacía y les era muy funcional en tanto ubicaba al comunismo en un plano de mera “realität”, o sea como una contingencia de la historia moderna, y por este medio pretendían invalidar teóricamente las inferencias de K.Marx (1818-1883) acerca de la negación dialéctica revolucionaria que enfrentaba necesariamente el capitalismo. Sin embargo si bien por un lado se sentían victoriosos ante la caída del muro y del socialismo real, lo cual podían conceptualizar como la demostración de que el comunismo no era más que un episodio, apenas una pasajera contingencia de la historia, pero por otro lado atentos al entramado ideológico de estructuración de la plutocracia norteamericana, comprendían la necesidad de reformular una visión de la historia que se proyectara hacia el futuro y cargara de significación al obrar político. Curiosamente la caída del modelo comunista los dejaba en una orfandad que demandaba al sistema ideológico, la construcción de una nueva alteridad antagónica, acorde con un esquema que respondiera a ciertas tendencias maniqueas, arraigadas profundamente en las raíces calvinistas y puritanas que son constitutivas de cierto ideario de la sociedad norteamericana. Algunos intelectuales orgánicos postularon al paradigma del choque civilizatorio como aquel que sería capaz de articular los objetivos políticos y militares imperiales con los intereses de los grandes grupos capitalistas. Esta estructura de poder fue analizada hace ya dos generaciones por Robert Merton (1910-2003) al que probablemente habría que reforzar conceptualmente en la actualidad con una potenciación del rol integrador y articulador que cumplen las corporaciones mediáticas. Entendieron los representantes de esta “nueva derecha” que este paradigma del choque de civilizaciones podría articular los diversos intereses de la plutocracia norteamericana, consolidando un esquema interpretativo capaz de reemplazar al de la guerra fría. Uno de esos intelectuales fue Samuel P. Huntington (1927-2008) quién publico en 1996 “The clash of civilizations and the remaking of world order”, con la aspiración de ofrecer un nuevo paradigma y a su vez una interpretación global tras la guerra fría. Enmarca su propuesta en la idea de que no puede haber verdaderos amigos sin que existan verdaderos enemigos y entiende que en el mundo posterior al de la guerra fría son las identidades civilizatorias las que marcarán las pautas de antinomias. Específicamente Huntington considera que la supervivencia de Occidente depende de que los estadounidenses reafirmen su identidad occidental y que el resto de los occidentales (europeos, canadienses, australianos etc.) acepten su civilización como única pero no universal, uniéndose para renovarla y preservarla. Huntington defendía la idea de que las diferencias determinantes entre pueblos ya no serían ideológicas o económicas sino más bien culturales. La política sería ahora a su entender, una forma de afirmación de identidad por medio de lo que llama la política de la etnicidad, lo cual deviene en el concepto de choque de civilizaciones como el paradigma que esta derecha imperial norteamericana propuso como ideología articuladora de la acción. En un postulado que probablemente sea uno de los más endebles de su esquema teórico, construye un concepto de un mundo civilizatorio musulmán, determinado por su religión: el Islam. Este criterio conceptual para poder acotar y determinar una civilización, Huntington no lo mantiene por ejemplo en la identificación de una civilización que llama occidental, la cual no es definida a partir de su religión. Tampoco mantiene el criterio con el caso de una civilización japonesa donde adopta el nombre de un país y es muy notable como manipula el concepto en relación con una civilización africana en donde la define por su ubicación geográfica continental. Semejante falta de criterio sistemático e incapacidad de definir lo que entiende por civilización (a pesar del uso que hace de A. Toynbee) no es sin embargo un obstáculo y acaso sea una ventaja para su instrumentalización pragmática y flexible por parte del poder plutocrático norteamericano a través de los medios oligopólicos de comunicación. Tanto la crisis de hegemonía imperial de EEUU a la que estamos asistiendo en el siglo XXI, como la crisis de los sectores dominantes locales en el mundo árabe, que se ha hecho tan visible en 2010 y 2011 ya sea tanto para sus versiones monárquicas-feudales como también para las laicas-autoritarias y también allí donde la influencia religiosa tiende a coaccionar a la diversidad de la sociedad civil, abren la posibilidad de repensar esta matriz ideológica desarrollada desde los EEUU en los últimos veinte años. Indudablemente a la hora de considerar razones y desencadenantes de las revueltas populares en el Mágreb y en el Máshreq, debemos mencionar el aumento del precio de los alimentos, las políticas de ajuste neoliberal, la desregulación que prácticamente todos los gobiernos ejecutaban, el insostenible autoritarismo y corrupción venal, el nepotismo prebendario con poderes anacrónicamente hereditarios o dominados por unas pocas familias, con muy limitadas expresiones democráticas y con férreos controles estatales de la vida civil. Las revueltas sobre todo en este año 2011 han ganado una visibilidad mediática y comunicacional que repentinamente abren la posibilidad a un conocimiento que habilita a las audiencias occidentales a una mayor empatía. Esta visibilidad está rompiendo con los estereotipos construidos por occidente sobre los árabes musulmanes presentados durante años como si fueran una aterradora masa de fanáticos terroristas fundamentalistas. Tenemos la oportunidad de quebrar la visión impuesta de una alteridad radicalmente enemiga de los valores de la libertad y de toda forma de vida política democrática. Conocerlos aunque sea sesgadamente por los medios de comunicación y las redes sociales desde sus vulnerabilidades, nos permite tal como invitaba el filósofo argentino Enrique Dussel (1934), a pensarlos como víctimas vivientes con exigencias incumplidas, los coloca en una situación de comprensión e incluso de cierta afinidad. Súbitamente lo que era extrañeza radical y temor visceral se convierte en una posibilidad de reconocimiento y empatía que trastoca la construcción imperial del choque de civilizaciones. ALTERIDAD Y CONSTRUCCIÓN DEL ANTAGONISTA A partir de las imágenes difundidas de las revueltas en la mayoría de los países tanto del Mágreb como del Máshreq, ha habido un impacto en los espectadores y analistas al ver alterado el estereotipo iconográfico que se había construido en occidente de los árabes. Los antiguamente dóciles, supinos impenitentes, colonialmente serviles árabes dibujados por los europeos en el siglo XIX, luego en décadas más recientes fueron reconvertidos en feroces, homogéneos, unidimensionales fundamentalistas y temerarios terroristas. Por su gran visibilidad se transformaron muy repentinamente ante las cámaras de televisión y las redes sociales en los luchadores por la dignidad y libertad que occidente suele considerar como su patrimonio exclusivo. Enarbolan las banderas de la democracia, de los derechos civiles, de la libertad política y sin embargo, contradiciendo la imagen impuesta, son de heterogénea identidad musulmana. Si hacemos un poco de historia recordaremos que al momento de formarse La Liga de los Estados Árabes como una organización regional en 1945, tenía como objetivo apoyar la lucha por la independencia, preservar su patrimonio cultural, afianzar las relaciones entre los países árabes y su defensa, para luchar contra el colonialismo, apoyados en el movimiento de países no alineados. La elaboración del estatuto en 1944 y luego el protocolo de Alejandría expresaba la voluntad de conformar una liga, lo que se logró en 1945 en El Cairo con la participación de Arabia Saudita, Egipto, Irak, Líbano, Siria, Transjordania y Yemen impulsando la idea de que el colonialismo solo podía ser superado por el panarabismo y la conformación política de una alianza. Esa larga lucha anticolonial tenía claramente un componente identitario basado no en la religión musulmana sino en la pertenecía a una etnia común conocida como árabe. Reconociendo matices lingüísticos, culturales y aún religiosos podían sin embargo establecer una afinidad suficiente que les permitía concebir desde una base étnica una posible elaboración de una praxis política común, en la cual lo religioso era solo una dimensión, facilitando la construcción de un poder ampliado para la difícil confrontación con occidente. Desde ese momento en la posguerra, con una unidad facilitada por una dimensión étnica y política, hasta la última década del siglo XX, la determinación por occidente del juego de amigo enemigo en la relación con los países árabes, estaba enmarcada en la lógica de la guerra fría. Pero a partir del derrumbe del modelo soviético, occidente resignifica a los árabes utilizando viejos esquemas etnocéntricos que E.Said (1935) analiza bajo la categoría de orientalismo. La construcción del terrorista como lógica dominante del pensar árabe se logra en el marco de una elaboración del concepto de “orientalismo” que es una forma en que los occidentales conciben y se relacionan con una alteridad, aunque sea una condición unificadora expresamente rechazada por los denotados en dicho concepto. El mismo S. Huntington debe admitir que la unidad de lo que no es Occidente y la dicotomía Oriente-Occidente es una elaboración de estos últimos, agrego que a mi entender esa construcción es producto de lógicas colonialistas funcionales al imperialismo norteamericano del siglo XX. La vergonzosa elaboración posterior de la categoría de terrorista como aplicable a todo musulmán por su mera condición religiosa, como si fuera una marca antropológica constitutiva, implica despojar convenientemente de racionalidad y consiguientemente de humanidad a esa alteridad impugnada. Al ser despojados en este ideario occidental de humanidad, a esos seres humanos el poder imperial los puede invadir, matar, torturar, secuestrar, bombardear a quienes no son denominados como seres humanos sino como terroristas. Este abominable proceder convierte a los árabes en peligrosos actores constitutivamente irracionales y antagónicos, despojados por este paradigma civilizatorio de los atributos esenciales de la condición humana. En esos supuestos de fosilización antropológica S. Huntington entiende que la historia de la humanidad ya no es la historia de las luchas de clases sino la historia de las civilizaciones como entidades culturales irremediablemente enfrentadas. Emmanuel Lévinas (1906-1995) había hecho notar con acierto que la pretensión de completa inteligibilidad de la alteridad, podía tentarnos a creer que ello implicaría la solución de los conflictos. Sin duda es una esperanza algo cándida la de creer que el mero conocimiento de la alteridad pueda de por sí, ser una instancia de solución definitiva de los conflictos, en la que lo mismo y lo otro se resuelven. Esta ingenuidad humanista tiene el enorme riesgo de requerir la reducción o la simple conversión del otro en lo mismo, mediante la subordinación de lo otro a lo mismo. No se trata de solo ver lo que nos acerca o nos emparenta, ignorando lo que nos diferencia, pues ello implica una peligrosa simplificación capaz de convertir el esfuerzo de conocer al otro en inconducente. El ser para el otro, es según Lévinas, un momento ético de respeto por la alteridad, de apertura hacia los otros en perspectiva diacrónica. Ante el giro de los acontecimientos políticos en los países árabes, parece el momento oportuno para profundizar el esfuerzo por derribar el paradigma de Huntington, demandando entre otras cosas el respeto a la alteridad, lo cual implica sin embargo cierta forma de aceptación de la diferencia, pero ello no significa asumir lo que nos diferencia, como lo determinante y además como radicalmente antagónico. En forma sorpresiva los levantamientos en 2011 visualizados en los medios de comunicación y redes sociales posibilitan un cuestionamiento al estereotipo de alteridad antagónica. Es un hecho notable y personalmente sospecho que no es casual, que en medio de esa posible reconsideración, la administración de Barack Obama decida asesinar, violando la soberanía territorial de Pakistán y todos los principios de legalidad y defensa en juicio que occidente dice defender, así como los más elementales derechos humanos, a quien identifica como líder del movimiento fundamentalista Al Qaeda, justamente el icono más representativo de esa imagen de alteridad antagónica, intentando por este medio criminal recentrar el concepto del terrorista como marca de identidad árabe. De ninguna manera adherimos a las ideas implícitas en el discurso “terrorista” de que no hay víctimas inocentes, ni a la reducción que suelen hacer estos grupos, de la política al ejercicio de la violencia por parte de pequeñas vanguardias. Nosotros en Iniciativa pretendemos ser parte de un movimiento popular y democrático y desde esta concepción de la política es desde donde ponderamos los hechos. No podemos dejar de notar el carácter especular que ha tenido la acción del imperialismo norteamericano al enfrentar a esos enemigos, pues han avasallado todos los valores que occidente dice defender. El imperialismo está muy cómodo con la categoría del enemigo terrorista como alteridad antagónica, pues es un ideario estructurante de sus lógicas políticas y económicas imperiales, por lo que debemos dar una batalla conceptual para intentar capitalizar este momento a favor de la abolición del paradigma del choque civilizatorio en pos del desarrollo de valores más democráticos y populares respetuosos de la alteridad y de los derechos humanos.

La idea del fin de la historia fue postulada en una cuestionable clave Hegeliana por Francis Fukuyama (1952), en un libro publicado en 1992 “The End of History and the Last Man”, en el cual sostenía que la verdadera conciliación de la historia la había logrado el capitalismo estructurado por los valores liberales. No es posible entender este postulado a menos que se lo piense desde la interpretación de Hegel que hace Fukuyama. En este sentido, Fukuyama no está afirmando el fin de los eventos, del mero discurrir de los hechos que desde el punto de vista del idealismo dialéctico llamaríamos la “realität”, sino que lo que se agota desde esta perspectiva es la postulación de una negatividad dialéctica propia de la historia profunda, la que en los términos de G.W.F.Hegel (1770-1831) llamaríamos “wirklichkeit”. El fin de la historia no es entendido como el fin de los acontecimientos, conmociones o guerras sino más bien en el sentido en que la historia se convierte en mero despliegue de una realidad plena de acontecimientos pero que no impugnan ni niegan la consagración definitiva de la idea del capitalismo liberal. En este esquema Fukuyama entiende que hay un fin de la historia por la imposibilidad del surgimiento de una negatividad dialéctica propia de la “wirklichkeit” o sea de la historia profunda determinante del concepto. A muchos intelectuales y centros de poder vinculados orgánicamente al imperialismo norteamericano, la tesis de Fukuyama los complacía y les era muy funcional en tanto ubicaba al comunismo en un plano de mera “realität”, o sea como una contingencia de la historia moderna, y por este medio pretendían invalidar teóricamente las inferencias de K.Marx (1818-1883) acerca de la negación dialéctica revolucionaria que enfrentaba necesariamente el capitalismo. Sin embargo si bien por un lado se sentían victoriosos ante la caída del muro y del socialismo real, lo cual podían conceptualizar como la demostración de que el comunismo no era más que un episodio, apenas una pasajera contingencia de la historia, pero por otro lado atentos al entramado ideológico de estructuración de la plutocracia norteamericana, comprendían la necesidad de reformular una visión de la historia que se proyectara hacia el futuro y cargara de significación al obrar político. Curiosamente la caída del modelo comunista los dejaba en una orfandad que demandaba al sistema ideológico, la construcción de una nueva alteridad antagónica, acorde con un esquema que respondiera a ciertas tendencias maniqueas, arraigadas profundamente en las raíces calvinistas y puritanas que son constitutivas de cierto ideario de la sociedad norteamericana. Algunos intelectuales orgánicos postularon al paradigma del choque civilizatorio como aquel que sería capaz de articular los objetivos políticos y militares imperiales con los intereses de los grandes grupos capitalistas. Esta estructura de poder fue analizada hace ya dos generaciones por Robert Merton (1910-2003) al que probablemente habría que reforzar conceptualmente en la actualidad con una potenciación del rol integrador y articulador que cumplen las corporaciones mediáticas. Entendieron los representantes de esta “nueva derecha” que este paradigma del choque de civilizaciones podría articular los diversos intereses de la plutocracia norteamericana, consolidando un esquema interpretativo capaz de reemplazar al de la guerra fría. Uno de esos intelectuales fue Samuel P. Huntington (1927-2008) quién publico en 1996 “The clash of civilizations and the remaking of world order”, con la aspiración de ofrecer un nuevo paradigma y a su vez una interpretación global tras la guerra fría. Enmarca su propuesta en la idea de que no puede haber verdaderos amigos sin que existan verdaderos enemigos y entiende que en el mundo posterior al de la guerra fría son las identidades civilizatorias las que marcarán las pautas de antinomias. Específicamente Huntington considera que la supervivencia de Occidente depende de que los estadounidenses reafirmen su identidad occidental y que el resto de los occidentales (europeos, canadienses, australianos etc.) acepten su civilización como única pero no universal, uniéndose para renovarla y preservarla. Huntington defendía la idea de que las diferencias determinantes entre pueblos ya no serían ideológicas o económicas sino más bien culturales. La política sería ahora a su entender, una forma de afirmación de identidad por medio de lo que llama la política de la etnicidad, lo cual deviene en el concepto de choque de civilizaciones como el paradigma que esta derecha imperial norteamericana propuso como ideología articuladora de la acción. En un postulado que probablemente sea uno de los más endebles de su esquema teórico, construye un concepto de un mundo civilizatorio musulmán, determinado por su religión: el Islam. Este criterio conceptual para poder acotar y determinar una civilización, Huntington no lo mantiene por ejemplo en la identificación de una civilización que llama occidental, la cual no es definida a partir de su religión. Tampoco mantiene el criterio con el caso de una civilización japonesa donde adopta el nombre de un país y es muy notable como manipula el concepto en relación con una civilización africana en donde la define por su ubicación geográfica continental. Semejante falta de criterio sistemático e incapacidad de definir lo que entiende por civilización (a pesar del uso que hace de A. Toynbee) no es sin embargo un obstáculo y acaso sea una ventaja para su instrumentalización pragmática y flexible por parte del poder plutocrático norteamericano a través de los medios oligopólicos de comunicación. Tanto la crisis de hegemonía imperial de EEUU a la que estamos asistiendo en el siglo XXI, como la crisis de los sectores dominantes locales en el mundo árabe, que se ha hecho tan visible en 2010 y 2011 ya sea tanto para sus versiones monárquicas-feudales como también para las laicas-autoritarias y también allí donde la influencia religiosa tiende a coaccionar a la diversidad de la sociedad civil, abren la posibilidad de repensar esta matriz ideológica desarrollada desde los EEUU en los últimos veinte años. Indudablemente a la hora de considerar razones y desencadenantes de las revueltas populares en el Mágreb y en el Máshreq, debemos mencionar el aumento del precio de los alimentos, las políticas de ajuste neoliberal, la desregulación que prácticamente todos los gobiernos ejecutaban, el insostenible autoritarismo y corrupción venal, el nepotismo prebendario con poderes anacrónicamente hereditarios o dominados por unas pocas familias, con muy limitadas expresiones democráticas y con férreos controles estatales de la vida civil. Las revueltas sobre todo en este año 2011 han ganado una visibilidad mediática y comunicacional que repentinamente abren la posibilidad a un conocimiento que habilita a las audiencias occidentales a una mayor empatía. Esta visibilidad está rompiendo con los estereotipos construidos por occidente sobre los árabes musulmanes presentados durante años como si fueran una aterradora masa de fanáticos terroristas fundamentalistas. Tenemos la oportunidad de quebrar la visión impuesta de una alteridad radicalmente enemiga de los valores de la libertad y de toda forma de vida política democrática. Conocerlos aunque sea sesgadamente por los medios de comunicación y las redes sociales desde sus vulnerabilidades, nos permite tal como invitaba el filósofo argentino Enrique Dussel (1934), a pensarlos como víctimas vivientes con exigencias incumplidas, los coloca en una situación de comprensión e incluso de cierta afinidad. Súbitamente lo que era extrañeza radical y temor visceral se convierte en una posibilidad de reconocimiento y empatía que trastoca la construcción imperial del choque de civilizaciones. ALTERIDAD Y CONSTRUCCIÓN DEL ANTAGONISTA A partir de las imágenes difundidas de las revueltas en la mayoría de los países tanto del Mágreb como del Máshreq, ha habido un impacto en los espectadores y analistas al ver alterado el estereotipo iconográfico que se había construido en occidente de los árabes. Los antiguamente dóciles, supinos impenitentes, colonialmente serviles árabes dibujados por los europeos en el siglo XIX, luego en décadas más recientes fueron reconvertidos en feroces, homogéneos, unidimensionales fundamentalistas y temerarios terroristas. Por su gran visibilidad se transformaron muy repentinamente ante las cámaras de televisión y las redes sociales en los luchadores por la dignidad y libertad que occidente suele considerar como su patrimonio exclusivo. Enarbolan las banderas de la democracia, de los derechos civiles, de la libertad política y sin embargo, contradiciendo la imagen impuesta, son de heterogénea identidad musulmana. Si hacemos un poco de historia recordaremos que al momento de formarse La Liga de los Estados Árabes como una organización regional en 1945, tenía como objetivo apoyar la lucha por la independencia, preservar su patrimonio cultural, afianzar las relaciones entre los países árabes y su defensa, para luchar contra el colonialismo, apoyados en el movimiento de países no alineados. La elaboración del estatuto en 1944 y luego el protocolo de Alejandría expresaba la voluntad de conformar una liga, lo que se logró en 1945 en El Cairo con la participación de Arabia Saudita, Egipto, Irak, Líbano, Siria, Transjordania y Yemen impulsando la idea de que el colonialismo solo podía ser superado por el panarabismo y la conformación política de una alianza. Esa larga lucha anticolonial tenía claramente un componente identitario basado no en la religión musulmana sino en la pertenecía a una etnia común conocida como árabe. Reconociendo matices lingüísticos, culturales y aún religiosos podían sin embargo establecer una afinidad suficiente que les permitía concebir desde una base étnica una posible elaboración de una praxis política común, en la cual lo religioso era solo una dimensión, facilitando la construcción de un poder ampliado para la difícil confrontación con occidente. Desde ese momento en la posguerra, con una unidad facilitada por una dimensión étnica y política, hasta la última década del siglo XX, la determinación por occidente del juego de amigo enemigo en la relación con los países árabes, estaba enmarcada en la lógica de la guerra fría. Pero a partir del derrumbe del modelo soviético, occidente resignifica a los árabes utilizando viejos esquemas etnocéntricos que E.Said (1935) analiza bajo la categoría de orientalismo. La construcción del terrorista como lógica dominante del pensar árabe se logra en el marco de una elaboración del concepto de “orientalismo” que es una forma en que los occidentales conciben y se relacionan con una alteridad, aunque sea una condición unificadora expresamente rechazada por los denotados en dicho concepto. El mismo S. Huntington debe admitir que la unidad de lo que no es Occidente y la dicotomía Oriente-Occidente es una elaboración de estos últimos, agrego que a mi entender esa construcción es producto de lógicas colonialistas funcionales al imperialismo norteamericano del siglo XX. La vergonzosa elaboración posterior de la categoría de terrorista como aplicable a todo musulmán por su mera condición religiosa, como si fuera una marca antropológica constitutiva, implica despojar convenientemente de racionalidad y consiguientemente de humanidad a esa alteridad impugnada. Al ser despojados en este ideario occidental de humanidad, a esos seres humanos el poder imperial los puede invadir, matar, torturar, secuestrar, bombardear a quienes no son denominados como seres humanos sino como terroristas. Este abominable proceder convierte a los árabes en peligrosos actores constitutivamente irracionales y antagónicos, despojados por este paradigma civilizatorio de los atributos esenciales de la condición humana. En esos supuestos de fosilización antropológica S. Huntington entiende que la historia de la humanidad ya no es la historia de las luchas de clases sino la historia de las civilizaciones como entidades culturales irremediablemente enfrentadas. Emmanuel Lévinas (1906-1995) había hecho notar con acierto que la pretensión de completa inteligibilidad de la alteridad, podía tentarnos a creer que ello implicaría la solución de los conflictos. Sin duda es una esperanza algo cándida la de creer que el mero conocimiento de la alteridad pueda de por sí, ser una instancia de solución definitiva de los conflictos, en la que lo mismo y lo otro se resuelven. Esta ingenuidad humanista tiene el enorme riesgo de requerir la reducción o la simple conversión del otro en lo mismo, mediante la subordinación de lo otro a lo mismo. No se trata de solo ver lo que nos acerca o nos emparenta, ignorando lo que nos diferencia, pues ello implica una peligrosa simplificación capaz de convertir el esfuerzo de conocer al otro en inconducente. El ser para el otro, es según Lévinas, un momento ético de respeto por la alteridad, de apertura hacia los otros en perspectiva diacrónica. Ante el giro de los acontecimientos políticos en los países árabes, parece el momento oportuno para profundizar el esfuerzo por derribar el paradigma de Huntington, demandando entre otras cosas el respeto a la alteridad, lo cual implica sin embargo cierta forma de aceptación de la diferencia, pero ello no significa asumir lo que nos diferencia, como lo determinante y además como radicalmente antagónico. En forma sorpresiva los levantamientos en 2011 visualizados en los medios de comunicación y redes sociales posibilitan un cuestionamiento al estereotipo de alteridad antagónica. Es un hecho notable y personalmente sospecho que no es casual, que en medio de esa posible reconsideración, la administración de Barack Obama decida asesinar, violando la soberanía territorial de Pakistán y todos los principios de legalidad y defensa en juicio que occidente dice defender, así como los más elementales derechos humanos, a quien identifica como líder del movimiento fundamentalista Al Qaeda, justamente el icono más representativo de esa imagen de alteridad antagónica, intentando por este medio criminal recentrar el concepto del terrorista como marca de identidad árabe. De ninguna manera adherimos a las ideas implícitas en el discurso “terrorista” de que no hay víctimas inocentes, ni a la reducción que suelen hacer estos grupos, de la política al ejercicio de la violencia por parte de pequeñas vanguardias. Nosotros en Iniciativa pretendemos ser parte de un movimiento popular y democrático y desde esta concepción de la política es desde donde ponderamos los hechos. No podemos dejar de notar el carácter especular que ha tenido la acción del imperialismo norteamericano al enfrentar a esos enemigos, pues han avasallado todos los valores que occidente dice defender. El imperialismo está muy cómodo con la categoría del enemigo terrorista como alteridad antagónica, pues es un ideario estructurante de sus lógicas políticas y económicas imperiales, por lo que debemos dar una batalla conceptual para intentar capitalizar este momento a favor de la abolición del paradigma del choque civilizatorio en pos del desarrollo de valores más democráticos y populares respetuosos de la alteridad y de los derechos humanos.

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