La sorprendente renuncia de Benedicto XVI es el mayor acto de honestidad que el mundo moderno ha presenciado últimamente. Sus palabras resuenan como campanazos en medio del ruido. “Después de haber examinando ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”.
Él es un intelectual, un profesor universitario, un hombre de ideas, la mente más brillante que posee el catolicismo en el mundo de hoy, pero no es un luchador como Juan Pablo II. No está enfermo de gravedad, aunque lleva un marcapasos, es un hombre consciente de sus limitaciones.
¿Dónde perdió sus fuerzas el antiguo profesor de Bonn, Münster, Tubinga y Ratisbona? Él, que siempre ha tenido un pensamiento apegado a las Sagradas Escrituras y a los padres de la Iglesia.
La perdió ante el dolor causado a los niños abusados por una serie de curas pedestres y por otra serie de curas homosexuales, que le salpicaron su cara y le conmovieron sus entrañas de pastor, cuando tuvo que consolar a esas víctimas.
Él venía acostumbrado al trato elevado y culto de un Hans von Baltazar, Kar Raner y un Henry de Lubac, con los que discutía los temas de lo que fuera la revista teológica más importante de los tiempos modernos, Communion , y se topó con la lucha feroz de poder y corrupción de la Curia romana.
Aunque conocía a profundidad todos los secretos de la Curia, perdió sus fuerzas al leer en Castelgandolfo, marzo del 2012, el informe preparado por tres cardenales octogenarios, quienes con nombre y apellido describían lo que la prensa había publicado en la fuga masiva de documentos secretos (Vati-leak), acerca de toda esa lucha diabólica de poder entre cardenales, instituciones y órdenes religiosas, y lo más sórdido el control sobre el dinero.
La detención de su mayordomo, Paolo Gabriele (el hombre que le ayudaba por años a vestirse y le servía el desayuno) y el despido humillante de su amigo, el banquero Ettore Gotti Tedeschi, la persona a la cual el papa le había confiado la limpieza de las finanzas vaticanas, fueron quizás las gotas que derramaron el vaso.
Perdió sus fuerzas, quizás, al reconocer como irreversible el proceso de descristianización que vive Europa occidental, que en el pasado fuera el corazón de la cristiandad, pese a los esfuerzos de la Iglesia a través de los Sínodos de los obispos europeos de los años de 1991 y 1999 como la exhortación apostólica Ecclesia in Europa del 2013 y en la actualidad, como lo reconociera el cardenal primado de Hungría, arzobispo de Budapest, Peter Erdo —Un continente en donde miles de niños no han oído hablar siquiera de Jesucristo y no saben rezar a Dios— con lo que lleva a un buen número de pensadores a hablar de una “Era Pos Cristiana”.
Perdió sus fuerzas al reconocer su fracaso ante el mundo árabe, empezando con su famosa conferencia en Ratisbona en septiembre del 2006, que irritó al mundo del fanatismo musulmán por su referencia a la cita del emperador Bizantino Manuel II alrededor de Mahoma. Su debilidad al no haber puesto en el tapete de la opinión pública mundial la persecución que sufren los cristianos en ciertos países árabes, y la radicalización de algunos sectores ante el fenómeno cristiano.
Perdió sus fuerzas al comprobar, pese a su viaje al Brasil a la V Conferencia con el Episcopado Latinoamericano en Aparecida (del 13 al 31 de mayo del 2007), del empuje de las sectas evangélicas en nuestro continente, y el desarrollo en países profundamente católicos como el nuestro, de una cultura protestante, que nada tiene que ver con el acontecer católico.
El papa Ratzinger, como lo llaman los romanos, está solo, aparentemente ha perdido la batalla, aunque estoy seguro la historia le dará la victoria, se retira a orar como lo hizo nuestro padre Francisco de Asís, después de su fracaso con el lobo de Gubbia. “El viento del bosque llevará su oración, que será: Padre nuestro que estás en los cielos
El autor es abogado