Reino de Cristo

A lo largo del Antiguo Testamento, el pueblo elegido vivió en la expectativa del Mesías, el cual habría de venir para restablecer a Israel y fundar su reinado universal en esta tierra.

No entendieron, a pesar de que los profetas lo repitieron una y otra vez, que antes de esa venida gloriosa y reinante habría una venida previa, no en su índole de realeza, sino en su condición humilde y sufriente, y de aparente derrota final en la cruz.

Hoy día, a los cristianos nos pasa exactamente al revés. Aceptamos que Jesús de Nazaret fue el Mesías esperado, pero se nos ha olvidado la promesa de que tiene que volver para regir el orbe con justicia y los pueblos con rectitud, desde una Jerusalén de dominio espiritual universal aceptado por todos los pueblos.

Es cierto que Él reina ya, desde la Eucaristía, en los corazones de los fieles viadores y en los salvos del Cielo, pero se tiene que cumplir la promisión esencial de su reinado sobre las naciones, desde un Israel restaurado convertido a Él hacia el final de la Gran Tribulación, reinado en el que se llevarán a cumplimiento todas las bienaventuranzas.

Ese es el centro de todo el mensaje de la Redención, y es la primera promesa que Dios le hace a María al momento de la Anunciación: “He aquí que darás a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande, y será llamado Hijo del Altísimo, Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin (Lc 1, 27).

Para una joven judía de esa época la promesa era perfectamente entendible, no necesitaba interpretación alguna, y sabía exactamente a qué se referían las palabras del ángel.

Es lamentable la falta de conocimiento de estos temas. La teología y la filosofía deberían en este momento estar disertando sobre qué cambios sufrirá la naturaleza humana con la llegada del Milenio, pues es un hecho que no solo Jerusalén y la Iglesia serán restauradas, sino también la persona humana misma, cuasi recobrando así el estado primigenio: “Todos seremos transformados” (I Cor 15, 51).

Esta es la esperanza que nos debe animar continuamente, estamos asistiendo no al fin del mundo, sino a la más grandiosa renovación de la humanidad, estamos en un nuevo adviento esperando el triunfo del bien y el Retorno del Señor de la historia, la gloriosa Parusía de Jesús.

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Reino de Cristo

A lo largo del Antiguo Testamento, el pueblo elegido vivió en la expectativa del Mesías, el cual habría de venir para restablecer a Israel y fundar su reinado universal en esta tierra.

No entendieron, a pesar de que los profetas lo repitieron una y otra vez, que antes de esa venida gloriosa y reinante habría una venida previa, no en su índole de realeza, sino en su condición humilde y sufriente, y de aparente derrota final en la cruz.

Hoy día, a los cristianos nos pasa exactamente al revés. Aceptamos que Jesús de Nazaret fue el Mesías esperado, pero se nos ha olvidado la promesa de que tiene que volver para regir el orbe con justicia y los pueblos con rectitud, desde una Jerusalén de dominio espiritual universal aceptado por todos los pueblos.

Es cierto que Él reina ya, desde la Eucaristía, en los corazones de los fieles viadores y en los salvos del Cielo, pero se tiene que cumplir la promisión esencial de su reinado sobre las naciones, desde un Israel restaurado convertido a Él hacia el final de la Gran Tribulación, reinado en el que se llevarán a cumplimiento todas las bienaventuranzas.

Ese es el centro de todo el mensaje de la Redención, y es la primera promesa que Dios le hace a María al momento de la Anunciación: “He aquí que darás a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande, y será llamado Hijo del Altísimo, Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin (Lc 1, 27).

Para una joven judía de esa época la promesa era perfectamente entendible, no necesitaba interpretación alguna, y sabía exactamente a qué se referían las palabras del ángel.

Es lamentable la falta de conocimiento de estos temas. La teología y la filosofía deberían en este momento estar disertando sobre qué cambios sufrirá la naturaleza humana con la llegada del Milenio, pues es un hecho que no solo Jerusalén y la Iglesia serán restauradas, sino también la persona humana misma, cuasi recobrando así el estado primigenio: “Todos seremos transformados” (I Cor 15, 51).

Esta es la esperanza que nos debe animar continuamente, estamos asistiendo no al fin del mundo, sino a la más grandiosa renovación de la humanidad, estamos en un nuevo adviento esperando el triunfo del bien y el Retorno del Señor de la historia, la gloriosa Parusía de Jesús.

A lo largo del Antiguo Testamento, el pueblo elegido vivió en la expectativa del Mesías, el cual habría de venir para restablecer a Israel y fundar su reinado universal en esta tierra.

No entendieron, a pesar de que los profetas lo repitieron una y otra vez, que antes de esa venida gloriosa y reinante habría una venida previa, no en su índole de realeza, sino en su condición humilde y sufriente, y de aparente derrota final en la cruz.

Hoy día, a los cristianos nos pasa exactamente al revés. Aceptamos que Jesús de Nazaret fue el Mesías esperado, pero se nos ha olvidado la promesa de que tiene que volver para regir el orbe con justicia y los pueblos con rectitud, desde una Jerusalén de dominio espiritual universal aceptado por todos los pueblos.

Es cierto que Él reina ya, desde la Eucaristía, en los corazones de los fieles viadores y en los salvos del Cielo, pero se tiene que cumplir la promisión esencial de su reinado sobre las naciones, desde un Israel restaurado convertido a Él hacia el final de la Gran Tribulación, reinado en el que se llevarán a cumplimiento todas las bienaventuranzas.

Ese es el centro de todo el mensaje de la Redención, y es la primera promesa que Dios le hace a María al momento de la Anunciación: “He aquí que darás a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande, y será llamado Hijo del Altísimo, Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin (Lc 1, 27).

Para una joven judía de esa época la promesa era perfectamente entendible, no necesitaba interpretación alguna, y sabía exactamente a qué se referían las palabras del ángel.

Es lamentable la falta de conocimiento de estos temas. La teología y la filosofía deberían en este momento estar disertando sobre qué cambios sufrirá la naturaleza humana con la llegada del Milenio, pues es un hecho que no solo Jerusalén y la Iglesia serán restauradas, sino también la persona humana misma, cuasi recobrando así el estado primigenio: “Todos seremos transformados” (I Cor 15, 51).

Esta es la esperanza que nos debe animar continuamente, estamos asistiendo no al fin del mundo, sino a la más grandiosa renovación de la humanidad, estamos en un nuevo adviento esperando el triunfo del bien y el Retorno del Señor de la historia, la gloriosa Parusía de Jesús.

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